Hubo un tiempo en el que la leña, la luz de carburo y las “teias” (astillas de madera resinosa) eran la máxima tecnología punta disponible en nuestras casas. En aquel tiempo nos quedaba mucho que imaginar y soñar.

La única forma de subsistir en aquellos tiempos era dedicarse al contrabando de mercancías varias. Hubo unos hombres que caminaban desde Barcelona hasta Andorra y viceversa, cargados con fardos llenos de “púas de continua” (unas agujas que después serían montadas en las máquinas textiles), radios de las ruedas de bicicleta y algunos artículos variados más. Estos “portes” duraban alrededor de 5 días, y después de una larga y penosa epopeya a merced de la nieve, la lluvia, las alimañas, el mal tiempo y la vigilancia de la Guardia Civil, culminaban la operación vendiéndolas en las fábricas de Sabadell.
Durante ese trayecto, y tras evitar las zonas de riesgo, los resbaladizos caminos y barrancos, las pendientes montañosas y accidentes naturales del terreno, ataviados con penoso calzado y bandas de tela envueltas y atadas con cuerdas desde los pies hasta más arriba de las rodillas para aislarse de la humedad y no sufrir desgarros y torceduras, solían hacer un merecido alto en el camino en las masías que encontraban a su paso. Una de ellas, la masía de Can Coll, en el municipio de Campelles, donde nací, crecí y viví casi 20 años.

En aquellas jornadas, las envidias y rencores entre vecinos eran el pan (duro) de todos los días, y todos lo sabíamos. Eramos conscientes y de hecho, habíamos oído que en otros pueblos y bosques cercanos a la frontera de Francia la Guardia Civil había detenido, procesado y encarcelado a muchos de los padres de familia que no tenían otra forma de mantener a sus hijos que la de adquirir artículos manufacturados en Andorra y venderlos posteriormente en las fábricas Catalanas. Estos hombres valientes fueron bautizados con el apodo de “contrabandistas”.
Recuerdo aquella ocasión en que una denuncia anónima que después supimos que provino de nuestro propio pueblo los puso contra las cuerdas. A ellos, y a nosotros.
Una de las tareas diarias que mi padre no podía pasar por alto era la elaboración de carbón para vender y para nuestro servicio propio. Un carbón que se obtenía a base de madera de Boj, tierra de los bosques y una sabiduría ancestral ya perdida. Gracias a ello obteníamos algún ingreso para nuestra subsistencia. Una desgraciada noche, después de alimentar a 5 contrabandistas y curar sus heridas, mi padre, humano donde los hubo, decidió comprobar si todo transcurría correctamente y aprovechó para hacer un pequeño control en el proceso de elaboración del mismo, y salió de casa en mitad de la noche, sin haberse percatado que “ellos” llevaban allí varias horas controlando todos sus movimientos.

Tras un largo interrogatorio por parte de los dos agentes de la Benemérita y la interminable y evangelizadora labor de mi padre enseñando al que no sabe o no quiere escuchar, pudo hacerles comprender que el único delito que habían cometido aquellos hombres fue el de ejecutar día a día la obligación que todo hombre debe cumplir. Alimentar y mantener a sus familias como ellos mismos harían con las suyas. La diferencia entre unos y otros simplemente radicaba en que a aquellos hombres no se les había dado la oportunidad de hacerlo con honor.
Rara vez ningún agente atendía a la aplastante lógica humanitaria, y mucho menos si provenía del pueblo llano, pero en aquella ocasión algo les hizo dejar a un lado el verde uniforme y dejar al descubierto su lado mas humano. Aquella pareja de Guardias Civiles comprendió, aún arriesgando su tricornio. Pienso que quizás ellos también tuvieran familia e hijos y eso fue lo que les hizo activar el resorte civilizador en sus mentes. Decidieron únicamente confiscar los fardos de aquellos hombres y dejar libres a los contrabandistas y a la familia Coll.
Años después, en uno de los muchos viajes que mi padre hacía con el ganado a Olot, y quizás empujado por el destino, se topó con alguien que le era conocido. Aquel hombre también lo miró fijamente a los ojos. Resultó ser uno de los Agentes de la Benemérita que estuvo implicado en el suceso narrado. Saludó a mi padre, y le explicó que ya estaba jubilado. Ahora, sin el agobiante peso del tricornio estaba dispuesto a explicarle todo lo sucedido. Le explicó quien había sido el autor de tan horrible maldad. Le confesó que el autor de la denuncia fue, para su sorpresa y la de todos, ni más ni menos que un familiar nuestro, lleno de envidias y rencores, al cual unos días más tarde tuvimos la oportunidad de “darle las gracias”.
Algo me dice que debo detener la narración aquí. Quisiera hablaros también de mis vivencias con los “Makis”, pero esto será en otra ocasión.